Los
conozco desde hace 27 años, son dos: Daniel y Diego.
Al
primero tardé dos años en conocerlo, aunque eso no fue impedimento alguno para
que luego llegáramos a tener afinidad, al segundo lo conozco los 27 años
completos, con él me hice prácticamente inseparable. Nos presentaron, nos
conocimos, crecimos juntos, jugamos juntos, peleamos, nos contentamos.
Experimentaron con curiosidad con mis muñecas, con las cucarachas y cualquier
bicho que les llamara la atención. Seguimos jugando, creciendo, peleando y
contentándonos. Aprendimos y nos enseñamos al mismo tiempo los tres.
Esos
dos niños fueron creciendo y creciendo, se hicieron adolescentes y luego
hombres. Así, la principal afinidad que había desarrollado por ellos, ya había
evolucionado por completo convirtiéndose en cariño, respeto y amor. Esos dos
son muy distintos: uno alto, otro un poco más bajo, uno moreno, otro blanco,
uno barbudo y el otro no. Uno es más amargado, el otro más relajado, uno es
profesor y amante de la geografía, exigente, obsesivo con la puntualidad y el
tiempo, el otro es letrado, amante de la literatura, editor y corrector
empedernido, además ama los idiomas. Ambos coinciden en quedarse atrapados por
los juegos de estrategia, de rol, películas de acción, y ciencia ficción. A uno
le gustan los dramas cinematográficos, el otro los odia… Esos dos son el
contraste en mi vida. En cada uno de ellos hay un pedazo de mi nombre.
Seguimos
al pie de la letra la recomendación que nos hizo la cuarta persona en nuestro
círculo, Margarita nuestra mamá: “Los hermanos son para quererse, cuidarse y
mantenerse unidos”.
Eso
son ellos dos; Diego y Daniel: mis hermanos, lo más importante en mi vida.
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